Cinco minutos

Sales a comprar el regalo del sobrino. Es navidad. Calles atestadas de luces, de vatios que forman estrellas, bolitas y camellos... todo muy familiar y estresante, pero no por cuestiones laborales, por cuestiones de regalos. Entras en la tienda de juguetes, repletas de padres, abuelas y niños. Montañas de juguetes apelotonados. Algunos abiertos por el insensato padre que comprueba si están todas las piezas y hace inservible el juguetito. Dudas en comprarle el barco pirata, que un día hundiste tú en la bañera de tu casa cuando tenías su edad,o el helicóptero o la lancha de guardacostas con infinidad de accesorios. Toqueteas ese futbolin de 150€ o la mesa de billar mini. Estás en una tienda de juguetes, y sin embargo yo ya no veo ni los indios ni los vaqueros con los que pasaba tardes enteras jugando. Eso ya no se lleva. Si al niño de hoy no le presentas un juguetito con multitud de luces y pijadas, el niño no se divierte.

Total que después de dudar entre cientos de juguetes, de ponerte en su piel mil veces, le compras lo que tu crees es el juguete de su vida gastándote una pasta de la hostia. Llega Navidad, y el niño descubre tu juguetito de entre un montón de juguetitos. Esperas y deseas que sea el que más ilusión le haga. Pero no, el juguete que tanta pasta te costó y que te hizo perder una tarde entera entre madres desquiciadas, abuelas congestionadas y padres hasta los huevos, no ocupa más de cinco minutos de la atención del niño. Y es justo ahí cuando te das cuenta, que más niño eres tú pensando en lo bien que te lo pasarias jugando sin cámaras y sin ojos y si la vida o el tiempo te dejara meterte por una ventana, para retroceder y tener su misma edad. Cuando vuelves a la realidad de tus treinta y muchos, el niño ya está con el siguiente regalo.

Y el año que viene, volverá a pasar lo mismo.