En un día tan lluvioso como este, y con los acordes celestiales de buenas creaciones, aguardo el momento de irme a trabajar. Una noche cojonuda para salir de casa y para tener que ir a currar. Pero mientras, como una especie de válvula de escape, me ha dado por recordar un verano. Un verano de campamento juvenil que contaba yo con 18 años en Valdelugueros en León. Lugar idilico, a unos 1300 metros de altura, y donde cada noche era un grandísimo espectáculo de estrellas que casi podias tocar. Aquel espectáculo no lo paga la mejor noche de hotel del mejor lugar. Allí conocí a uno de esos amores platónicos que nunca fueron. Tampoco importaba demasiado. El paraje invitaba a todo. A la locura de bailar los grandes compases del bakalao llevado a la alta montaña, de un tal Ramirez, de los KLF, de Antico, de quien fuera... a la luz de tanta galaxia perdida, de tantos mundos perdidos.
ES seguramente el orujo de Lugueros, uno de los cocktails alcoholicos más fuertes que he tomado en mi vida. Un licor grisáceo cuya botella presenta en el interior un enorme gusano de tierra y que al parecer fermenta el liquido convenientemente. Aquellas botellas, aquellas noches y aquel lugar, por mucho tiempo que pase, jamás lo podré olvidar. De aquella se aguantaba todo, el cuerpo lo aguantaba todo, se pasaba de todo, nada era lo suficientemente importante como para dedicarle un segundo de tu vida. No había hipotecas ni problemas. Qué pena no poder retroceder ¿no?
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